La
relación entre la Razón y la Fe
La
relación del cristianismo con la filosofía viene determinada, ya desde sus
inicios, por el predominio de la fe sobre la razón. Esta actitud queda
reflejada en el "Credo ut intelligam" de San Agustín, tributario en
este aspecto del "Credo quia absurdum est" de Tertuliano, y que se
transmitirá a lo largo de toda la tradición filosófica hasta Santo Tomás de
Aquino, quien replanteará la relación entre la fe y la razón, dotando a ésta de
una mayor autonomía.
Fachada
occidental de la catedral de Orvieto, obra de Lorenzo Maitani, comenzada el año
1290
No
obstante, también santo Tomás será, en este sentido, deudor de la tradición
filosófica cristiana, de carácter fundamentalmente agustiniano, aceptando el
predominio de lo teológico sobre cualquier otra cuestión filosófica, así como
los elementos de la fe que deben ser considerados como imprescindibles en la
reflexión filosófica cristiana: el creacionismo, la inmortalidad del alma, las
verdades reveladas de la Biblia y los evangelios, y otros no menos importantes
que derivan de ellos, como la concepción de una historia lineal y trascendente,
en oposición a la concepción cíclica de la temporalidad típica del pensamiento
clásico.
Sin
embargo, esa relación de dependencia de la razón con respecto a la fe será
modificada sustancialmente por santo Tomás de Aquino. A lo largo del siglo
trece, el desarrollo de la averroísmo latino había insistido, entre otras, en
la teoría de la "doble verdad", según la cual habría una verdad para
la teología y una verdad para la filosofía, independientes una de otra, y cada
una con su propio ámbito de aplicación y de conocimiento. La verdad de la razón
puede coincidir con la verdad de la fe, o no. En todo caso, siendo
independientes, no debe interferir una en el terreno de la otra. Santo Tomás
rechazará esta teoría, insistiendo en la existencia de una única verdad, que
puede ser conocida desde la razón y desde la fe.
Sin
embargo, reconoce la particularidad y la independencia de esos dos campos, por
lo que cada una de ellas tendrá su objeto y método propio de conocimiento. La
filosofía se ocupará del conocimiento de las verdades naturales, que pueden ser
alcanzadas por la luz natural de la razón; y la teología se ocupará del
conocimiento de las verdades reveladas, de las verdades que sólo puede ser
conocidas mediante la luz de la revelación divina. Ello supone una modificación
sustancial de la concepción tradicional (agustiniana) de las relaciones entre
la razón y la fe. La filosofía, el ámbito propio de aplicación de la razón
deja, en cierto sentido, de ser la "sierva" de la teología, al
reconocerle un objeto y un método propio de conocimiento. No obstante, santo
Tomás acepta la existencia de un terreno "común" a la filosofía y a
la teología, que vendría representado por los llamados "preámbulos"
de la fe (la existencia y unidad de Dios, por ejemplo). En ese terreno, la
filosofía seguiría siendo un auxiliar útil a la teología y, en ese sentido,
Sto. Tomás se refiere a ella todavía como la "criada" de la teología.
Pero,
estrictamente hablando, la posición de santo Tomás supondrá el fin de la
sumisión de lo filosófico a lo teológico. Esta distinción e independencia entre
ellas se irá aceptando en los siglos posteriores, en el mismo seno de la
Escolástica, constituyéndose en uno de los elementos fundamentales para
comprender el surgimiento de la filosofía moderna.
Siger de Brabante
(Brabante, actual Bélgica, h. 1240-Orvieto, actual
Italia, h. 1284) Filósofo medieval. Profesor de filosofía en la Universidad de
París, fue el más notable filósofo averroísta de su época, lo que le llevó a
participar en las enconadas polémicas sobre la interpretación de Aristóteles
que tuvieron lugar en dicha universidad entre 1266 y 1276.
Siger de Brabante (derecha) en una representación de la Divina Comedia
Siger era un convencido
aristotélico, lo mismo que Santo Tomás de Aquino; sin embargo, a diferencia de
éste, no tendió a la cristianización de Aristóteles, sino a la difusión de su
carácter histórico genuino. Frente a la interpretación de Santo
Tomás de Aquino de que la razón y la fe no podían entrar en
contradicción, Siger de Brabante pretendía extraer las consecuencias racionales
de la lectura de Aristóteles, sin tener en cuenta su acuerdo con los dogmas de
fe.
Así, llegó a sostener la mortalidad
del alma humana, y que sólo el intelecto agente, común a toda la humanidad, era
inmortal, entre otras afirmaciones que terminaron por ser condenadas (en número
de 219) por la Iglesia. Forzado a la interrupción de su labor docente y citado
ante el gran inquisidor de Francia, Simon de Val, Siger abandonó el territorio
francés y se dirigió a Orvieto, donde residía la corte pontificia, a la cual,
probablemente, debió de apelar, pero pereció allí trágicamente, apuñalado por
su secretario enloquecido.
Siger de Brabante declaró inútil la
tendencia a establecer una concordancia entre la filosofía y la teología, o sea
entre las conclusiones racionales y la verdad revelada. Consideraba que los
dogmas de fe eran «verdaderos», pero que las conclusiones racionales de la
filosofía eran «necesarias», en lo que ha venido a llamarse teoría de la doble
verdad. Compuso diversas obras, entre las cuales figuran comentarios a la Metafísica,
la Física y otros textos de Aristóteles; atrajeron singularmente la
atención de sus contemporáneos y de los historiadores posteriores sus
comentarios a Del alma.
San Agustín
(Aurelius Augustinus o Aurelio
Agustín de Hipona; Tagaste, hoy Suq Ahras, actual Argelia, 354 - Hipona, id.,
430) Teólogo latino, una de las máximas figuras de la historia del pensamiento
cristiano. Excelentes pintores han ilustrado la vida de San Agustín recurriendo
a una escena apócrifa que no por serlo resume y simboliza con menos acierto la
insaciable curiosidad y la constante búsqueda de la verdad que caracterizaron
al santo africano. En lienzos, tablas y frescos, estos artistas le presentan
acompañado por un niño que, valiéndose de una concha, intenta llenar de agua
marina un agujero hecho en la arena de la playa. Dicen que San Agustín encontró
al chico mientras paseaba junto al mar intentando comprender el misterio de la
Trinidad y que, cuando trató sonriente de hacerle ver la inutilidad de sus
afanes, el niño repuso: "No ha de ser más difícil llenar de agua este
agujero que desentrañar el misterio que bulle en tu
San Agustín de Hipona
San Agustín se esforzó en acceder a
la salvación por los caminos de la más absoluta racionalidad. Sufrió y se
extravió numerosas veces, porque es tarea de titanes acomodar las verdades
reveladas a las certezas científicas y matemáticas y alcanzar la divinidad
mediante los saberes enciclopédicos. Y aún es más difícil si se posee un
espíritu ardoroso que no ignora los deleites del cuerpo. La personalidad de San
Agustín de Hipona era de hierro e hicieron falta durísimos yunques para
forjarla.
Aurelio Agustín nació en Tagaste, en
el África romana, el 13 de noviembre de 354. Su padre, llamado Patricio, era un
funcionario pagano al servicio del Imperio. Su madre, la dulce y abnegada
cristiana Mónica, luego santa, poseía un genio intuitivo y educó a su hijo en su
religión, aunque, ciertamente, no llegó a bautizarlo. El niño, según él mismo
cuenta en sus Confesiones, era irascible, soberbio y díscolo, aunque
excepcionalmente dotado. Romaniano, mecenas y notable de la ciudad, se hizo
cargo de sus estudios, pero Agustín, a quien repugnaba el griego, prefería
pasar su tiempo jugando con otros mozalbetes. Tardó en aplicarse a los
estudios, pero lo hizo al fin porque su deseo de saber era aún más fuerte que
su amor por las distracciones; terminadas las clases de gramática en su
municipio, estudió las artes liberales en Metauro y después retórica en
Cartago.
A los dieciocho años,
Agustín tuvo su primera concubina, que le dio un hijo al que pusieron por
nombre Adeodato. Los excesos de ese "piélago de maldades" continuaron
y se incrementaron con una afición desmesurada por el teatro y otros
espectáculos públicos y la comisión de algunos robos; esta vida le hizo renegar
de la religión de su madre. Su primera lectura de las Escrituras le decepcionó
y acentuó su desconfianza hacia una fe impuesta y no fundada en la razón. Sus
intereses le inclinaban hacia la filosofía, y en este territorio encontró
acomodo durante algún tiempo en el escepticismo moderado, doctrina que
obviamente no podía satisfacer sus exigencias de verdad.
Sin embargo, el hecho fundamental en
la vida de San Agustín de Hipona en estos años es su adhesión al dogma
maniqueo; su preocupación por el problema del mal, que lo acompañaría toda su
vida, fue determinante en su adhesión al maniqueísmo, la religión de moda en
aquella época. Los maniqueos presentaban dos sustancias opuestas, una buena (la
luz) y otra mala (las tinieblas), eternas e irreductibles. Era preciso conocer
el aspecto bueno y luminoso que cada hombre posee y vivir de acuerdo con él
para alcanzar la salvación.
A San Agustín le seducía este
dualismo y la fácil explicación del mal y de las pasiones que comportaba, pues
ya por aquel entonces eran estos los temas centrales de su pensamiento. La
doctrina de Manes, aún más que el escepticismo, se asentaba en un pesimismo
radical, pero denunciaba inequívocamente al monstruo de la materia tenebrosa
enemiga del espíritu, justamente aquella materia, "piélago de
maldades", que Agustín quería conjurar en sí mismo.
Dedicado a la difusión de esa
doctrina, profesó la elocuencia en Cartago (374-383), Roma (383) y Milán (384).
Durante diez años, a partir del 374, vivió Agustín esta amarga y loca religión.
Fue colmado de atenciones por los altos cargos de la jerarquía maniquea y no
dudó en hacer proselitismo entre sus amigos. Se entregó a los himnos ardientes,
los ayunos y las variadas abstinencias y complementó todas estas prácticas con
estudios de astrología que le mantuvieron en la ilusión de haber encontrado la
buena senda. A partir del año 379, sin embargo, su inteligencia empezó a ser
más fuerte que el hechizo maniqueo. Se apartó de sus correligionarios
lentamente, primero en secreto y después denunciando sus errores en público. La
llama de amor al conocimiento que ardía en su interior le alejó de las simplificaciones
maniqueas como le había apartado del escepticismo estéril.
En 384 encontramos a San Agustín de
Hipona en Milán ejerciendo de profesor de oratoria. Allí lee sin descanso a los
clásicos, profundiza en los antiguos pensadores y devora algunos textos de
filosofía neoplatónica. La lectura de los neoplatónicos, probablemente de Plotino,
debilitó las convicciones maniqueístas de San Agustín y modificó su concepción
de la esencia divina y de la naturaleza del mal; igualmente decisivo en la
nueva orientación de su pensamiento serían los sermones de San Ambrosio,
arzobispo de Milán, que partía de Plotino para demostrar los dogmas y a quien
San Agustín escuchaba con delectación, quedando "maravillado, sin aliento,
con el corazón ardiendo". A partir de la idea de que «Dios es luz,
sustancia espiritual de la que todo depende y que no depende de nada», San
Agustín comprendió que las cosas, estando necesariamente subordinadas a Dios,
derivan todo su ser de Él, de manera que el mal sólo puede ser entendido como
pérdida de un bien, como ausencia o no-ser, en ningún caso como sustancia.
La filosofía de San Agustín
El tema central del pensamiento de
San Agustín de Hipona es la relación del alma, perdida por el pecado y salvada
por la gracia divina, con Dios, relación en la que el mundo exterior no cumple
otra función que la de mediador entre ambas partes. De ahí su carácter
esencialmente espiritualista, frente a la tendencia cosmológica de la filosofía
griega. La obra del santo se plantea como un largo y ardiente diálogo entre la
criatura y su Creador, esquema que desarrollan explícitamente sus Confesiones
(400).
Si bien el encuentro del hombre con
Dios se produce en la charitas (amor), Dios es concebido como verdad, en la
línea del idealismo platónico. Sólo situándose en el seno de esa verdad, es
decir, al realizar el movimiento de lo finito hacia lo infinito, puede el
hombre acercarse a su propia esencia.
Pero su visión pesimista del hombre
contribuyó a reforzar el papel que, a sus ojos, desempeña la gracia divina, por
encima del que tiene la libertad humana, en la salvación del alma. Este
problema es el que más controversias ha suscitado, pues entronca con la
cuestión de la predestinación, y la postura de San Agustín contiene en este
punto algunos equívocos.
Los grandes temas agustinianos
-conocimiento y amor, memoria y presencia, sabiduría- dominaron toda la teología
cristiana hasta la escolástica tomista. Lutero recuperó, transformándola, su
visión pesimista del hombre pecador, y los jansenistas, por su parte, se
inspiraron muy a menudo en el Augustinus, libro en cuyas páginas se resumían
las principales tesis del filósofo de Hipona.